El premio a la virtud
Se presentaron varios candidatos.
Uno dijo que había labrado, en su pueblo, un hermoso hospital para los pobres.
Otro dijo que había costeado, a sus expensas, un cementerio en su pueblo.
Una mujer dijo que había recogido a una niña huérfana que se moría de hambre, y la había criado, dándole lugar de hija.
Celebró grandemente la reina estas dignas obras de caridad, cuando se oyó como un tropel entre las gentes, que se desviaban dando paso a un niño más bello que el sol. Arrastraba tras sí a una vieja estropajosa que hacía cuanto podía por deshacerse y huir de aquel lugar tan concurrido.
-¿Qué quiere este bello niño?- Preguntó la reina, que no cerraba sus oídos, que eran más de madre que de soberana, a ninguno que desease hablarle.
-Quiero- dijo el niño con mucha dignidad y dulzura- traer a vuestra majestad a la que ha ganado el santo premio que habéis instituido para la mayor obra de caridad.
-¿Y quién es?- preguntó la reina.
-Esta pobre anciana- contestó el niño.
-¡Señora!- clamó la pobre vieja, toda confusa y turbada-. Nada he hecho, nada puedo hacer; soy una infeliz que vivo de la bolsa de Dios.
-Y, no obstante- dijo el niño con voz grave-, has merecido el premio.
-¿Pues qué ha hecho?- preguntó la noble reina, que, ante todo quería ser justa.
-Me ha dado un pedazo de pan-dijo el niño.
-¡Ya veis, un mendrugo de pan!
-Sí - repuso el niño-; pero estábamos solos y era el único que tenía.
La reina alargó, conmovida, el premio a la buena pordiosera, y el niño, que era el Niño Dios, se elevó a las alturas, bendiciendo a la gran reina que daba premios a la virtud y a la buena y humilde mujer que lo había merecido.
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